A raíz de la Segunda Guerra Mundial, las familias japonesas que residían en Perú fueron separadas y tuvieron que mantener un perfil bajo para evitar la discriminación y el exilio.
A inicios del siglo XX, la etapa feudal en Japón estaba llegando a su fin y el país comenzaba a industrializarse. Con la intención de continuar trabajando la tierra, muchos japoneses emigraron a otros países. Así, en 1923, Jiro Morisaki, llegó al Perú desde Hiroshima en el barco Seiyo Maru.
Sus dos últimas hijas, Carmen y María Morisaki, revelan que Jiro llegó porque era un aventurero y que esto llevó a su familia a vivir en diferentes departamentos del Perú.
Jiro y Masako Morisaki se reunieron en Perú en 1929 y se convirtieron en padres de siete hijos. Se movían de un lugar a otro debido a los trabajos de Jiro, quien siempre fue cabeza de familia.
Los primeros cuatro de sus hijos fueron registrados en el consulado japonés con nombres japoneses, hablaron japonés, estudiaron en colegio japonés, vivieron en colonias japonesas del Perú y siguieron diversas tradiciones culturales hasta que Jiro desapareció en 1944.
Al comenzar la Segunda Guerra Mundial, Perú estableció alianzas con Estados Unidos, lo que provocó que muchos japoneses fueran deportados y, en diferentes casos, enviados a EE.UU. para ser internados en campos de concentración, esto sucedió hasta finales de la guerra.
Masako, no tuvo noticias de Jiro durante meses, hasta que pudo contactar con él y confirmar que estaba vivo residiendo aún en el país. Él tenía la suerte de que trabajaba para el Ministerio de Agricultura y lo habían transferido a Sandia, Puno para trabajar en la plantación de quina evitando ser enviado a EE.UU.
Así fue como Masako, junto a sus cinco hijos, el último de solo dos años, viajaron desde Sinchono, Ucayali a Sandia, Puno en auto, camión, a pie e, incluso, en burro para reunirse con Jiro.
Desde entonces, Jiro decidió que lo mejor era prohibir a su familia hablar japonés y dejar atrás ciertas costumbres que los mantenían ligados a Japón y sus tradiciones, dadas las circunstancias que estaban viviendo.
Al terminar la Segunda Guerra Mundial, en 1946, nace Carmen Morisaki la penúltima de sus hijas, deciden ir de Puno a Río Azul, Huánuco donde nace María Rosa Morisaki, su última hija, para luego viajar por última vez en 1956 y establecerse en Previsto, Ucayali.
De esta manera, la familia Morisaki empezó a criarse de forma tradicional peruana y los últimos hijos nacieron en un entorno que ya seguía la religión católica, estudiaba en colegios peruanos regulares, tenía nombres peruanos y dejaba de lado el idioma japonés, utilizando únicamente palabras específicas para nombrar comidas o familiares.
Esta historia es solo una entre muchas de familias japonesas que, poco a poco, se fueron “peruanizando” para integrarse y convivir de la mejor manera en el Perú de la época.
Unos años después, en 1950, hubo una especie de reivindicación de la cultura japonesa gracias a que los apellidos japoneses empezaban a ser nombrados en deportes y a la creación de diferentes asociaciones fundadas por nikkeis, como la Asociación Peruano Japonesa, que continúa vigente hasta el día de hoy. Sin embargo, la huella que dejó la Segunda Guerra Mundial tuvo un gran impacto en la reducción de información que la generación actual puede obtener hoy en día sobre sus ancestros.
Con mucho respeto, pero también algo desorientados, los nikkeis de esta era se mantienen buscando registros sobre sus propias familias en historias contadas por las primeras generaciones nacidas en el Perú y en archivos antiguos, japoneses y peruanos, mientras intentan reconstruir su propia identidad.